martes, febrero 12, 2008

Unidad, el precio para la democracia




La sociedad cubana está viviendo momentos cruciales en su recorrido histórico. La euforia de los movimientos disidentes les hace desafiar a plena luz al exhausto régimen, mientras éste, reculando, absorbe bocanadas de las últimas botellas de oxígeno que guarda en su despensa.
Ya nadie se parapeta en tácticas de lucha ni se esgrimen nuevas iniciativas, todos corren en tropel a darle la puntilla a una bestia que el tiempo y el anacronismo de su ideología se han encargado de humillar. En el fondo de la escena parece estar la silla del trono, disponible para aquel que deposite en su pedestal el cadáver de la fiera abatida.
Sin embargo, la lucha por la ofrenda pudiera alargar la letanía de la anunciada defunción, sobre todo, si las pupilas de quienes tanto la anhelan se mueven nerviosas desde el dulce trono al incómodo amigo, al tiempo que dejan de observar fijamente la razón de la contienda. Algo parecido pudiera estar ensombreciendo la titánica lucha de miles de cubanos por la democracia. Algunos, desde una posición arrogante, se niegan a dialogar con otras facciones; otros, poco flexibles, rechazan apoyar las iniciativas ajenas. A veces la lucha parece pasar del plano ideológico al personal y los codazos del compañero se convierten en un señuelo falso.
Hay opositores que entienden que, de cara a la transición, el gobierno se encuentra atrapado por más de cuarenta años de guerra ideológica; sin embargo son incapaces de analizar que ellos mismos se atrincheran en nichos tácticos que les impiden sumar a otros compatriotas ya concienciados con la situación nacional. Reconocer y apoyar las iniciativas ajenas por la democracia debería ser la divisa de los grupos disidentes y de derechos humanos en Cuba. Todos, excepto el gobierno actual, se verán beneficiados si una sola de ellas tiene éxito.
No apoyarse mutuamente sería presumir, con ingenuo infantilismo, que la única propuesta válida para solucionar la actual crisis es la propia, reconociendo así implícitamente que el resto de los luchadores están equivocados.
Equivocados están aquellos que piensan que hacer méritos, para la democracia, será una inversión exclusiva y vitalicia a cobrar en la próxima sociedad. Una democracia verdadera es algo vivo, donde se deberá invertir todos los días. En eso se distingue del perpetuo poder totalitario.
Hoy y ahora hace falta terminar la faena evitando herir al compañero con fuego amigo y para eso, no es suficiente con marcar cada una de las posiciones sino que, además, es menester alinearse con los otros opositores frente al único objetivo: alcanzar la democracia.
Es comprensible que la reacción a más de cuatro décadas de totalitarismo y unanimidad sea el deseo de expresar la diversidad de criterios en las soluciones a los problemas nacionales. Pero sería bueno observar que hasta en las democracias más asentadas tienen lugar alianzas. Y sólo a través de ellas se ha podido defender en muchas ocasiones la propia libertad. En Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Israel, Turquía, Noruega, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, estas coaliciones ayudaron a la instauración o preservación de la democracia y ello no implicó el avasallamiento de los respectivos proyectos políticos.
En el caso específico de Francia la democracia representada por Jacques Chirac, del Partido conservador Unión por la República, se vio beneficiada por el 82 por ciento de los votos en las elecciones de mayo último y consiguió así impedir el arribo al poder del ultraderechista Jean-Marie Le Pen, del Frente Nacional. El lema de la izquierda en esas elecciones fue: “Votar por Chirac para frenar el fascismo”.
En nuestra patria la disidencia se ve en un claro dilema: ¿preponderar su estrategia, la plena instauración de la democracia, o bien luchar entre sí por imponer un programa ideológico específico?
Bajo la primera opción cualquier iniciativa opositora fluiría por todas las estructuras de los grupos y partidos disidentes llegando a cada uno de sus rincones de influencia. Esta presión al gobierno, acostumbrado a enfrentarse a adversarios débiles y divididos, le haría, por primera vez, tener en cuenta a la disidencia que se convertiría, por méritos propios, en intermediario entre el régimen y la sociedad, pudiendo influir en el rumbo y las formas de la transición hacia la democracia.
La segunda opción sería jugar a la democracia bajo un régimen totalitario, con la desventaja de no contar con infraestructuras necesarias para activar mecanismos de movilización popular.
En modo alguno se trata de abandonar la línea de cada cual, la dinámica es actuar llamando, escuchando y apoyando a las diferentes facciones.
Más allá del optimismo, es ser realista y comprender que, aunque achacoso, el régimen sigue sentado en la silla del poder. Y para apearlo debemos, con las fuerzas de todos, ponerlo de rodillas ante el pueblo y sólo este último, amparado por un marco democrático y constitucional, decidirá quiénes irán al poder y quiénes formarán la oposición.
Sería lamentable dentro de unos años escuchar la voz raída del semidifunto régimen cantando el cubanísimo bolero:“...las penas que a mi me matan son tantas que se atropellan, se agolpan unas a otras y por eso no me matan..”
2003

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